Soy deseo ardiente,
ímpetu inequívoco,
negación implícita de toda complacencia.
La amalgama del fuego de los tiempos,
el aire de mi aliento
y el sudor de mi esfuerzo
pesa sobre la tierra aquella
donde mis pies penetran.
Elevo el filo de mi espada
ante los cielos.
Mi nombre es vehemencia.
Monday, December 22, 2014
acerca de la vehemencia
Monday, November 10, 2014
Meditaciones
Mente en blanco.
Intento pintar con letras
el momento aquel.
El instante preciso,
en el que la garganta
se cubrió
del
más
denso
y
amargo
pesar.
Y ninguna imagen aparece.
Y pienso.
En negro.
Y ese sabor;
asfixia mis ojos,
me encadena
y me mantiene así.
Wednesday, October 29, 2014
Embriagándome
Presentir.
Desconfiar.
Estallar.
Se ilumina con reflejos de odio el camino de la traición.
Acechar.
Asediar.
Asfixiar.
La idea ha sido quebrantada,
Debo alimentar a satán.
Displicentes.
Culpables.
Indiferentes.
Es necesario elevar las llamas del anteinferno.
Cercenar.
Vencer.
Morir.
Severos baches de incredulidad se han apoderado de mi paciencia.
Mi gargánta se ha secado.
Oh venganza, dulce licor.
Friday, October 10, 2014
Meditaciones--01
El viento golpea sobre la persiana que da al tragaluz. La percusión del portarollos acompaña mi desvelo. Acompasa mi mente enfermiza y hosca y no me permite concentrarme en lo perverso. Cada tanto, al levantar la persiana, solo unos pocos centímetros, un pequeño murciélago se mete en el departamento. Con típico revoloteo torpe choca contra techo y paredes y tengo que ayudarlo --después de atraparlo con la ayuda de algún toallón, a volver a su nido oscuro-subiéndome con cuidado en el alfeizar--evitando por todos los medios mirar el patio que está cinco pisos más abajo. Siempre vuelvo a bajar la persiana casi del todo porque no me gusta que penetre demasiada luz cuando pretendo concentrarme en... Se escucha al viento golpear ahora, si. Pero no hay señales de alguno de mis ocasionales visitantes. No hay compañía para mi desvelo esta noche.
Thursday, September 25, 2014
Pequeñas Historias de Buenos Aires - Capitulo 1
Un día, de repente, una voz desde adentro: ¿qué estoy haciendo con mi vida? ¿Es esto para lo que estoy acá, para ser un delincuente? Entonces dejé todo lo que estaba haciendo mal: paré con el alcohol, las drogas y cualquier otro tipo de exceso. Desde entonces la única clave fue autodisciplina del ego.
Johnny Ramone
-"Quince minutos antes del final posiblemente ame lo que hoy odio y
odie el resto. Cuanto falte para eso, me importa una mierda..." Pensó
de repente mientras encerraba de una portazo los reclamos de su madre
y arrancaba la marcha con la cabeza fija en la farmacia de Don
Humberto.
-"Espéreme un segundito..." Sugirió con gesto nervioso el farmacéutico
a su cliente, indicándole después con inocultable fastidio el camino
hacia la salida. -"Ya te dije que cuando tengo gente no me vengas,
pibe. Con ese aspecto me espantás la clientela. Sentate ahí y no
toques nada por favor."
Se acomodó junto al viejo nebulizador y observó la mancha de vómito en
su borcego y por un instante recordó la voz del gordo Marcos: -"Dale,
lanzá boludo. Metete bien los garfios y lanzá." Pero ninguna imagen
acudió a su mente.
-"No, de esas no voy a recibir hasta la semana próxima, pibe. Te puedo
ofrecer ... A ver cuanto tenes ? Por esa guita no podes hacer mucho."
El viejo guardó los billetes que el pibe acababa de robarle a su
madre y lo acompañó hasta la puerta ante las despectivas miradas de
la clientela.
Al llegar a Barrancas, Poqui, el gordo Marcos, Morza y su nueva novia,
la negra siouxsie, fumaban un porro y se reían de todo lo que podían.
Sus voces sonaban gangosas, las caras empezaron a deformarse y se hizo
imposible entender lo que decían.
-"Que onda con este chabón !" Dijo Poqui mientras intentaba sacarle el
frasco de jarabe sin éxito. -"Loco, dejemoslo acá, viste. Este
boludo esta siempre dado vuelta." Sugirió el gordo Marcos. Tenían
que encontrarse con los pibes de Quilmes en la estación. Ellos venían
en tren desde Retiro. Así que lo acomodaron contra un árbol y se
fueron.
Cuando salieron de la comisaría, la madre todavía con los ojos llenos
de lágrimas le preguntó por enésima vez que iba a hacer con él.
-"No puedo amar ni odiar a nadie. Todo me chupa un huevo. Hasta los
quince asquerosos minutos, mami." -"Si queres hacer algo por mi,
vamos a lo de don Humberto."
Tuesday, September 23, 2014
Desbocados
El caballo se desbocó y ambos quedaron varados al costado del camino.
Lo inapelable acababa de suceder.
De pronto, unos minutos después de pensar en todas las soluciones posibles, él buscó su mirada.
Estaban irremediablemente juntos, pensó.
O quizá no, podían seguir tan distantes como lo estaban desde hacía meses, desde que habían decidido mudarse a ese paraje solitario en una montaña perdida entre el cielo y la nada.
Y de casi no dirijirse media palabra mas que para insultarse o recalcar lo inútil de la forma en que las cosas habían sido por el otro realizadas.
Habían decidido separarse entonces y solo contaban con un viejo caballo como único medio de transporte.
Tal como todas las medidas que habían decidido tomar juntos en los últimos tiempos; el caballo ni siquiera les sirvió para ese último propósito como pareja.
Esa a la que no habian podido salvar ni apartandose del resto del mundo.
Ni obligandose a cumplir con los proyectos delineados unos años atrás, cuando todo lo que deseaban se cumplía como por arte de magia.
Ella, que no pronunciaba palabra más que para insultarlo desde que habian llegado, no emitía sonido alguno ahora.
Ella esquivó su mirada en cuanto él la buscó como última alternativa.
Estarían condenados a estar juntos para siempre ?
O sería el momento de llevar a cabo un acontecimiento trágico para desterrar esta pesadilla de sus vidas ?
Era él el hombre de su vida ?
La respuesta negativa era sabida por ella desde hacía mucho.
Incluso antes que él propusiera ese estúpido viaje y ella aceptara, casi sin emitir sonido, solo un lejano e interno quejido que quizá ni siquiera él hubiera escuchado.
Tomandola por un hombro la dió vuelta y le clavó la mirada furiosamente.
Otra vez ella era culpable de todo.
De la idea del caballo que sin palabra alguna le transmitiera.
De esa fragancia que emanaba desde su vestido hecho harapos.
De esa vieja dulzura que nunca mas había aparecido entre sus ojos.
De esa hermosa y suave voz que tanto amaba y que jamás volviera a escuchar.
Y una lágrima cayó repentina e inescrupulosamente hasta sus labios y la tomó entonces por su mejillas y sus manos descendieron hasta su cuello, todavía suave, todavía cálido, todavía hermoso.
Y no pudo evitar sonreir.
Ella fue hasta el carro, tomó los bolsos, los de ambos y los puso sobre el camino de tierra y exaló aparatosamente.
Pensó en la muerte, una y otra vez, cerró los ojos y se dejó llevar por el calor de un rayo de sol que daba exactamente en su frente.
Sin volver a abrir los ojos, sintió las manos de él tomando las suyas, levantándola sin que ella opusiera resistencia.
Y así de la mano, retomaron el camino, que sería muy largo hasta esa choza inmunda en medio del cielo y la nada.
J.M.
Lo inapelable acababa de suceder.
De pronto, unos minutos después de pensar en todas las soluciones posibles, él buscó su mirada.
Estaban irremediablemente juntos, pensó.
O quizá no, podían seguir tan distantes como lo estaban desde hacía meses, desde que habían decidido mudarse a ese paraje solitario en una montaña perdida entre el cielo y la nada.
Y de casi no dirijirse media palabra mas que para insultarse o recalcar lo inútil de la forma en que las cosas habían sido por el otro realizadas.
Habían decidido separarse entonces y solo contaban con un viejo caballo como único medio de transporte.
Tal como todas las medidas que habían decidido tomar juntos en los últimos tiempos; el caballo ni siquiera les sirvió para ese último propósito como pareja.
Esa a la que no habian podido salvar ni apartandose del resto del mundo.
Ni obligandose a cumplir con los proyectos delineados unos años atrás, cuando todo lo que deseaban se cumplía como por arte de magia.
Ella, que no pronunciaba palabra más que para insultarlo desde que habian llegado, no emitía sonido alguno ahora.
Ella esquivó su mirada en cuanto él la buscó como última alternativa.
Estarían condenados a estar juntos para siempre ?
O sería el momento de llevar a cabo un acontecimiento trágico para desterrar esta pesadilla de sus vidas ?
Era él el hombre de su vida ?
La respuesta negativa era sabida por ella desde hacía mucho.
Incluso antes que él propusiera ese estúpido viaje y ella aceptara, casi sin emitir sonido, solo un lejano e interno quejido que quizá ni siquiera él hubiera escuchado.
Tomandola por un hombro la dió vuelta y le clavó la mirada furiosamente.
Otra vez ella era culpable de todo.
De la idea del caballo que sin palabra alguna le transmitiera.
De esa fragancia que emanaba desde su vestido hecho harapos.
De esa vieja dulzura que nunca mas había aparecido entre sus ojos.
De esa hermosa y suave voz que tanto amaba y que jamás volviera a escuchar.
Y una lágrima cayó repentina e inescrupulosamente hasta sus labios y la tomó entonces por su mejillas y sus manos descendieron hasta su cuello, todavía suave, todavía cálido, todavía hermoso.
Y no pudo evitar sonreir.
Ella fue hasta el carro, tomó los bolsos, los de ambos y los puso sobre el camino de tierra y exaló aparatosamente.
Pensó en la muerte, una y otra vez, cerró los ojos y se dejó llevar por el calor de un rayo de sol que daba exactamente en su frente.
Sin volver a abrir los ojos, sintió las manos de él tomando las suyas, levantándola sin que ella opusiera resistencia.
Y así de la mano, retomaron el camino, que sería muy largo hasta esa choza inmunda en medio del cielo y la nada.
J.M.
Tuesday, September 16, 2014
Pupilas Dilatadas
Pupilas dilatadas.
Miradas extraviadas.
Conciencia hipnótica
que no habita este cuerpo en absoluto.
Esta masa de pelos grasientos,
piel reseca
sin la menor gota de sudor,
que anda como por una avenida, mal intencionada,
vaya uno a saber hacia donde.
Pero claro,
es esta seguridad del destino
la misma luz de vela
que agita un pequeño rayo
sobre la propia existencia,
fragmentándola
en secuencias iguales
de varios minutos.
Me arden los ojos,
incluso al cerrarlos.
Urge llegar a cualquier lado
lo mas pronto posible.
Dejar de ser
esta bancarrota itinerante
paseando su deriva.
Y juro que es la necesidad
de ocupar el tiempo
con calamidades
cada vez mayores
lo que me mantiene vivo.
Es mi profesión,
mi oficio,
mi deporte favorito.
Es mi proyecto primario,
único y definitivo.
Hallar la fórmula perfecta.
Un fino detalle aparece ante mis ojos
y entonces mis botas ocupan el centro de la escena.
Podrán los demás ver lo sucias que están ?
Con disimulo las limpio a manotazos sin detener la marcha.
Lanzo un soplo de aire impuro y la avenida pasa a ser ciudad.
Todo comienza a ajustar graciosamente.
Caminar, sentir que puedo andar.
Lo que en realidad necesito es escuchar rock n roll en cualquier parte.
J.M.
Miradas extraviadas.
Conciencia hipnótica
que no habita este cuerpo en absoluto.
Esta masa de pelos grasientos,
piel reseca
sin la menor gota de sudor,
que anda como por una avenida, mal intencionada,
vaya uno a saber hacia donde.
Pero claro,
es esta seguridad del destino
la misma luz de vela
que agita un pequeño rayo
sobre la propia existencia,
fragmentándola
en secuencias iguales
de varios minutos.
Me arden los ojos,
incluso al cerrarlos.
Urge llegar a cualquier lado
lo mas pronto posible.
Dejar de ser
esta bancarrota itinerante
paseando su deriva.
Y juro que es la necesidad
de ocupar el tiempo
con calamidades
cada vez mayores
lo que me mantiene vivo.
Es mi profesión,
mi oficio,
mi deporte favorito.
Es mi proyecto primario,
único y definitivo.
Hallar la fórmula perfecta.
Un fino detalle aparece ante mis ojos
y entonces mis botas ocupan el centro de la escena.
Podrán los demás ver lo sucias que están ?
Con disimulo las limpio a manotazos sin detener la marcha.
Lanzo un soplo de aire impuro y la avenida pasa a ser ciudad.
Todo comienza a ajustar graciosamente.
Caminar, sentir que puedo andar.
Lo que en realidad necesito es escuchar rock n roll en cualquier parte.
J.M.
Monday, September 15, 2014
Sentires
Siento a veces,
por ejemplo
siento,
que algo se pierde.
Siento,
que algo nunca volverá a ser igual,
nunca.
Siento.
Pero nunca se que es lo que siento.
Nunca se,
generalmente,
nada.
Y cuando me doy cuenta de eso,
siento.
Y todo vuelve,
magicamente,
a empezar.
J.M.
por ejemplo
siento,
que algo se pierde.
Siento,
que algo nunca volverá a ser igual,
nunca.
Siento.
Pero nunca se que es lo que siento.
Nunca se,
generalmente,
nada.
Y cuando me doy cuenta de eso,
siento.
Y todo vuelve,
magicamente,
a empezar.
J.M.
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Sunday, August 31, 2014
La sombra
Una fría mañana de Junio, y ante mi estupor,
una larga sombra inundó el pasillo de entrada a la casa.
una larga sombra inundó el pasillo de entrada a la casa.
Tenía el tiempo justo para salir aún sin desayunar
y llegar puntualmente al trabajo; como todos los días.
Pero la realidad puede variar, a veces, repentinamente.
Si tuviera que elegir un color para describirla
creo que sería la profundidad del púrpura.
Aunque no estoy seguro.Si tuviera, también, que describir su forma;
bueno, eso me costaría un poco más.
y llegar puntualmente al trabajo; como todos los días.
Pero la realidad puede variar, a veces, repentinamente.
Si tuviera que elegir un color para describirla
creo que sería la profundidad del púrpura.
Aunque no estoy seguro.Si tuviera, también, que describir su forma;
bueno, eso me costaría un poco más.
Pasé un largo rato esperando a que se fuera, sigilosamente.
Hasta podría asegurar ahora, que ya sabía de quien se trataba;
y no entendía porque no tocaba el timbre de una vez por todas,
o golpeaba a la maldita puerta.
Pero algo no del todo visto siempre causa sorpresa.
Y pasé largo rato sin animarme siquiera a volver a acercarme al pasillo.
Hasta podría asegurar ahora, que ya sabía de quien se trataba;
y no entendía porque no tocaba el timbre de una vez por todas,
o golpeaba a la maldita puerta.
Pero algo no del todo visto siempre causa sorpresa.
Y pasé largo rato sin animarme siquiera a volver a acercarme al pasillo.
Finalmente me decidí a hacerlo, y descubrí que siempre había estado allí;
Una hendija de la puerta reflejada por la luz de la calle.
Thursday, August 28, 2014
Las Preocupaciones de un Padre de Familia - Franz Kafka -
Algunos dicen que la palabra "odradek" precede del esloveno, y sobre
esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen
que es de origen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la
incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno
de los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el
sentido de esa palabra.
Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no
fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista
tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella
plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de
hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados
entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro
emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo
recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de
prolongación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto
puede sostenerse como sobre dos patas.
Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás,
una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece
ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello; en ninguna
parte se ven huellas de añadidos o de puntas de rotura que pudieran
darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece
completo en sí. Y no es posible dar más detalles, porque Odradek es
muy movedizo y no se deja atrapar.
Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los
pasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses,
como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la
nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado
a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas de hablar con él. No
se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque, como es tan
pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.
-¿Cómo te llamas? -le pregunto.
-Odradek -me contesta.
-¿Y dónde vives?
-Domicilio indeterminado -dice y se ríe.
Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran
pulmones. Suena como el crujido de hojas secas, y con ella suele
concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permanece tan
callado como la madera de la que parece hecho.
En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que
muere debe haber tenido alguna razón be ser, alguna clase de actividad
que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará
algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis
hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie;
pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir.
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Una Mujercita - Frank Kafka -
Es toda una mujercita; aunque muy delgada, suele además usar un corsé ajustado; la veo siempre con el mismo vestido gris amarillento, algo así como el color de la madera, adornado discretamente con borlas en forma de botón, de igual color; siempre sale sin sombrero, el rubio cabello opaco y lacio es ordenado, pero también muy suelto. Aunque está encorsetada se mueve con agilidad, y a veces exagera esa facilidad de movimiento; le gusta llevarse las manos a la cintura y girar el torso hacia uno u otro lado, con asombrosa rapidez. Apenas puedo dar una ligera idea de la impresión que me causa su mano, si digo que jamás he visto una cuyos dedos estén tan agudamente diferenciados entre sí como la suya; y sin embargo no presenta ninguna peculiaridad anatómica, es completamente normal.
Ahora bien, esta mujercita está muy descontenta conmigo, siempre tiene algo que objetarme, siempre cometo toda clase de injusticias con ella, cada paso mío la irrita; si la vida pudiera cortarse en trozos infinitesimales y cada pedacito pudiera ser juzgado, estoy seguro de que cada partícula de mi vida sería para ella motivo de disgusto. A menudo he pensado en eso: ¿por qué la irrito tanto? Podría ser que todo en mí ofendiera su sentido de la belleza, su idea de la justicia, sus costumbres, sus tradiciones, sus esperanzas; hay naturalezas humanas muy incompatibles, pero ¿por qué se preocupa tanto por eso? No hay en verdad ninguna relación entre nosotros que la obligue a soportarme. Debería decidirse a considerarme un perfecto desconocido, lo que en realidad soy, teniendo en cuenta que semejante decisión no me molestaría, más bien se la agradecería mucho, sólo debería decidirse a olvidar mi existencia, una existencia que nunca quise obligarla a soportar, y jamás querré; y evidentemente, todos sus tormentos terminarían. Hago total abstracción de mis sentimientos y no tengo en cuenta que su actitud también es para mí, naturalmente, muy dolorosa, y no lo tengo en cuenta porque reconozco perfectamente que mis molestias no son nada al lado de sus sufrimientos. De todos modos, siempre he sabido que esos sufrimientos no son causados por el afecto; no le interesa en absoluto mejorarme, y además todo lo que en mí le desagrada es justamente lo que menos puede impedirme mejorar. Pero tampoco le importa que yo progrese, solamente le importan sus intereses personales, que consisten en vengarse de los sufrimientos que le provoco, e impedir los sufrimientos con que pueda volver a amenazarla. Ya una vez intenté indicarle la mejor manera de poner fin a este resentimiento perpetuo, pero sólo logré suscitar en ella tal arrebato de furor, que nunca más repetiré esa tentativa.
Además, esto representa para mí, si así puedo decirlo, cierta responsabilidad, porque por menos intimidad que haya entre la mujercita y yo, y por más evidente que sea que la única relación existente es la irritación que le produzco, o más bien la irritación que ella permite que yo le produzca, no por eso puedo sentirme indiferente ante los visibles perjuicios físicos que le produce. De vez en cuando, y estos últimos tiempos más a menudo, me llegan informes de que esa mañana amaneció pálida, insomne, con dolor de cabeza y casi incapacitada para el trabajo; esto hace que sus familiares se pregunten perplejos cuál será el origen de esos estados, y hasta ahora no lo han descubierto. Sólo yo lo sé, es la antigua y siempre renovada irritación. Claro que no comparto totalmente las preocupaciones de sus familiares; ella es fuerte y resistente; quien puede enojarse hasta ese punto, puede con seguridad también pasar por alto las consecuencias del enojo; hasta tengo la sospecha de que ella -por lo menos a veces- simula sufrimientos para dirigir hacia mí las sospechas de la gente. Es demasiado orgullosa para decir abiertamente cómo sufre por culpa de mi simple existencia; recurrir a los demás contra mí le parecería rebajarse a sí misma; sólo la repugnancia, una incesante repugnancia que no deja de impelerla, consigue que se ocupe de mí; discutir abiertamente algo tan impuro le parecería demasiada vergüenza. Pero también es demasiado para ella callar constantemente algo que la oprime sin cesar. Por eso prefiere, con astucia femenina, un término medio: callar, y sólo mediante las apariencias exteriores de un sufrimiento oculto, llamar la atención pública sobre el asunto. Tal vez espere, posiblemente, que en cuanto la atención pública fije en mí todas sus miradas, se concrete un rencor general y público, y con todos sus vastos poderes éste consiga condenarme definitivamente, con mucho más vigor y rapidez que sus relativamente débiles rencores privados, entonces se retiraría de la escena, respiraría con alivio y me volvería la espalda. Ahora bien, si estas son realmente sus esperanzas, se engaña. La opinión pública no la sustituirá en su papel; la opinión pública nunca encontraría en mí tantos motivos de reproche, aunque me estudiara a través de su lupa de mayor aumento. No soy un hombre tan inútil como ella cree; no quiero exagerar mis méritos, y mucho menos cuando se trata de este asunto; pero si no llamo la atención por mis condiciones extraordinarias, tampoco la llamo por mi falta de condiciones; sólo para ella, para sus ojos llameantes y casi lívidos de ira, soy así; no podrá convencer a nadie más. Por lo tanto, ¿puedo sentirme por completo tranquilo en lo que a esto respecta? No, tampoco; porque cuando sea realmente de conocimiento público que mi comportamiento está provocando positivamente su enfermedad, y algún observador, por ejemplo mis más activos informadores, estén a punto de advertirlo, o por lo menos adopten la actitud de advertirlo, y la gente venga a preguntarme por qué hago sufrir a esta pobre mujercita con mis acciones incorregibles, o si tengo la intención de llevarla a la tumba, y cuándo llegará el momento de mostrarme más sensato y de demostrar suficiente compasión para poner fin a todo eso; cuando la gente me haga esta pregunta, me costará bastante responder. ¿Confesaré francamente que no creo en sus síntomas de enfermedad, lo que producirá la desagradable impresión de que para librarme de mi culpa culpo a otro, y justamente de una manera tan poco galante? ¿Y cómo podría decir abiertamente que yo, aun cuando creyera que ella está realmente enferma, no siento un poco de compasión, que la mujer en cuestión es para mí una perfecta desconocida, y que la relación que existe entre nosotros es pura invención de su parte y totalmente inexistente? No digo que no me creerían; más bien ni una cosa ni la otra; no se tomarían el trabajo de dudar; simplemente, se tomaría nota de la respuesta relativa a una mujer débil y enferma, y esto no me haría mucho honor. Tanto con ésta como con cualquier otra respuesta, chocaría inevitablemente con la incapacidad de la gente de impedir, en un caso como éste, la sospecha de una relación amorosa, aunque es más evidente que la luz del día que semejante relación no existe, y que si existiera, se originaría más bien en mí y no en ella, ya que realmente yo sería muy capaz de admirar en esta mujercita la potente rapidez de sus juicios y la infatigabilidad de sus conclusiones, cuando esas mismas cualidades no estuvieran al servicio constante de mi tormento. Pero en todo caso, ella no muestra el menor deseo de llegar a una relación amistosa; en eso es honrada y veraz; en eso reside mi última esperanza; sería imposible que la conveniencia de su plan de campaña la llevara a hacerme creer en una relación de ese tipo, olvidándose de sí misma hasta el punto de cometer una acción semejante. Pero la opinión pública, absolutamente incapaz de sutilezas, seguirá siempre pensando lo mismo en este sentido, y siempre se decidirá en mi contra.
Por lo tanto, lo único que me resta es cambiar a tiempo, antes que intervengan los demás, lo suficiente no para anular el rencor de la mujercita, que es inconcebible, sino por lo menos para dulcificarlo. Y en efecto, muchas veces me he preguntado si me agrada tanto mi estado actual que ya no quiero modificarlo, y si no sería posible provocar en mí algunos cambios, no porque me parecieran necesarios, sino simplemente para calmar a la mujercita. Y he tratado honradamente de hacerlo, no sin fatigas ni problemas; hasta me hacía bien, casi me divertía; logré ciertas modificaciones visibles desde muy lejos, no necesitaba llamar la atención de la mujercita sobre ellas, ya que se da cuenta de esas cosas antes que yo, puede percibir por la expresión de mi cara las intenciones de mi mente; pero no logré ningún éxito. ¿Cómo hubiera podido lograrlo? Su disconformidad conmigo es, como bien lo comprendo ahora, fundamental; nada puede hacerla desaparecer, ni siquiera mi propia desaparición; su furor ante la noticia de mi suicidio sería posiblemente inmenso.
Ahora bien, no puedo imaginarme que ella, una mujer tan aguda, no comprenda todo esto tan bien como yo, no comprenda tanto la inutilidad de sus esfuerzos como mi propia inocencia, mi incapacidad (a pesar de la mejor voluntad del mundo) de conformarme a sus requisitos. Seguramente lo comprende, pero como es de naturaleza combativa, lo olvida en el apasionamiento del combate, y mi desdichada manera de ser, que no puedo imaginar diferente porque me pertenece de nacimiento, consiste justamente en susurrar suaves consejos a quien está enfurecido. De este modo, naturalmente, no llegaremos jamás a entendernos. Día tras día saldré de la casa con mi habitual alegría matutina, para encontrarme con ese rostro amargado, con la curva desdeñosa de esos labios, la mirada investigadora (y ya antes de investigar, segura de lo que encontrará) que me explora y a la que nada escapa, sea cual sea su brevedad, la sonrisa sarcástica que abre surcos en sus mejillas adolescentes, la mirada lastimera elevada hacia el cielo, las manos que se plantan en las caderas, para reunir más aplomo, y luego, el temblor y la palidez de la ira al estallar.
No hace mucho -y por primera vez, como advertí asombrado entonces- mencioné algo de este asunto a un buen amigo mío, sólo de pasada, sin darle importancia; con sólo dos palabras le hice un rápido resumen de la situación; tan poca cosa me parece cuando la contemplo desde afuera, que hasta llegué a reducir un poco sus proporciones. Inesperadamente, mi amigo no se desinteresó de la cuestión, sino que por cuenta propia le dio más importancia que yo, no quería cambiar de tema, e insistía en discutirlo. Más inesperado aún fue que él, a pesar de todo, subestimara el problema en uno de sus aspectos más importantes, porque me aconsejó seriamente que me alejara por un tiempo, que viajara. Ningún consejo podría ser más incomprensible; la situación es bastante clara, cualquiera que la estudie de cerca puede llegar a comprenderla perfectamente, pero no es sin embargo tan simple que una simple partida la solucione del todo, o por lo menos en una parte. Nada de eso, tengo que cuidarme mucho de no alejarme; porque si me decido a seguir algún plan, éste debe consistir esencialmente en mantener el asunto dentro de los reducidos límites que hasta ahora ha tenido, no dejar penetrar en él al mundo exterior, o sea quedarme tranquilo donde estoy, y no permitir que el asunto ocasione ningún cambio considerable e importante, lo que significa no hablar con nadie de la cuestión; pero todo esto no porque se trate de un peligroso misterio, sino porque es una cuestión desdeñable, puramente personal, y como tal indigna de tanta atención; y porque no debe dejar de serlo. Por eso las observaciones de mi amigo no fueron totalmente inútiles; no me revelaron nada nuevo, pero fortificaron mi primitiva resolución.
En efecto, si se lo considera atentamente, las modificaciones que con el correr del tiempo parece haber sufrido este asunto, no son modificaciones del tema en sí, sino tan sólo un desarrollo de mi actitud ante él, una indicación de que esta actitud se ha vuelto por una parte más tranquila, más viril, más cerca del fondo de la cuestión, y por otra parte, bajo la incesante influencia de estos continuos sobresaltos, por insignificantes que parezcan, ha provocado cierta alteración de mis nervios.
Este asunto me preocupa menos que antes, porque comienzo a creer que comprendo que por más cerca que hayamos creído encontrarnos de una crisis decisiva, es muy poco probable que ésta ocurra; se está predispuesto a calcular con demasiado apresuramiento, en especial cuando se es joven, la rapidez con que se producen las crisis decisivas; cada vez que mi pequeño juez femenino, debilitado por culpa de mi mera presencia, se dejaba caer de costado en una silla sosteniéndose con una mano sobre el respaldo, y aflojándose los lazos del corpiño con la otra, mientras lágrimas de furor y desesperación corrían por sus mejillas, yo creía que el instante de la crisis había llegado, y que de un momento a otro me vería obligado a dar explicaciones. Pero nada de momento decisivo, nada de explicaciones, las mujeres se desvanecen con facilidad, la gente ni tiene tiempo de ocuparse de sus manías. ¿Y qué sucedió realmente durante todos estos años? Muy simple: estas situaciones se repitieron, a veces más violentamente, a veces menos, y que en consecuencia su suma total ha aumentado. Y la gente acecha en torno, deseosa de intervenir, si pudieran descubrir una oportunidad que se lo permitiera; pero no encuentran ninguna, hasta ahora se han visto obligados a reducirse a lo que podían olfatear en el ambiente, y bastante había como para mantenerlos ampliamente ocupados, pero allí terminaba todo. Pero siempre ha sido fundamentalmente así, siempre existieron esos inútiles espectadores y esos olfateadores, que excusaban su presencia con pretextos ingeniosos, con preferencia de parentesco, siempre espiando, siempre olfateando toda clase de pistas, pero la consecuencia de todo esto es simplemente que allí están todavía. La única diferencia consiste en que poco a poco he llegado a conocerlos, y a distinguir sus caras; en otros tiempos, yo creía que acudían paulatinamente de todas partes, que las repercusiones del asunto aumentaban y provocarían por sí solas la crisis definitiva; hoy creo saber que todos ésos estaban aquí desde mucho antes, y que la crisis definitiva poco o nada tiene que ver con ellos. Y esa crisis ¿por qué la dignifico con un nombre tan pomposo? Suponiendo que algún día -que no será seguro mañana ni pasado mañana ni probablemente nunca- ocurriera que la opinión pública se interesara en este asunto, lo que insisto en repetir, no le compete, no saldré seguramente indemne de dicho proceso, pero también es indudable que tendrán en consideración el hecho de que la opinión pública no le desconoce totalmente, y que hasta ahora siempre he vivido a la plena luz, confiado y digno de confianza, y que esta insignificante y desdichada mujercita, recién llegada a mi vida, a quien, hago notar de paso, otro hombre habría considerado hace mucho como insignificante y, sin llamar en lo más mínimo la atención de la opinión pública, la habría aplastado bajo sus pies; esta mujer, en el peor de los casos, sólo podría agregar un odioso adorno al diploma que desde hace tiempo me certifica ante la opinión pública como miembro respetable de la sociedad. Así están actualmente las cosas, de modo que no tengo muchos motivos de preocupación.
El hecho de que con los años yo haya llegado a sentirme un poco inquieto no tiene nada que ver en realidad con el significado esencial del asunto; es simple: es insoportable ser el constante motivo de ira de otra persona, aun cuando se sabe perfectamente que esa ira es infundada; uno se siente inquieto, se empieza, de una manera puramente física, a eludir las crisis decisivas, aun cuando honradamente no crea demasiado en su posibilidad. Además, esto representa en cierta forma un síntoma de envejecimiento; la juventud lo mejora todo; las características desagradables se pierden en la fuente de vigor inagotable de la juventud; si una persona tiene mirada astuta cuando es joven no se considera un defecto, ni siquiera se advierte, ni siquiera él mismo lo advierte; pero lo que perdura en la vejez son restos, todo es necesario, nada se renueva, todo está expuesto a examen, y la mirada astuta de un hombre que envejece es francamente una mirada astuta, y no es difícil reconocerla. Sólo que tampoco en este caso constituye un empeoramiento real de su condición.
Por lo tanto, de cualquier ángulo que se lo considere resulta evidente, y a esa evidencia me atengo, que si consigo mantener este pequeño asunto bajo control, aun sin esforzarme, todavía podré seguir viviendo durante mucho tiempo la vida que hasta ahora he vivido, imperturbado por el mundo, a pesar de todos los arrebatos de esta mujer.
Ahora bien, esta mujercita está muy descontenta conmigo, siempre tiene algo que objetarme, siempre cometo toda clase de injusticias con ella, cada paso mío la irrita; si la vida pudiera cortarse en trozos infinitesimales y cada pedacito pudiera ser juzgado, estoy seguro de que cada partícula de mi vida sería para ella motivo de disgusto. A menudo he pensado en eso: ¿por qué la irrito tanto? Podría ser que todo en mí ofendiera su sentido de la belleza, su idea de la justicia, sus costumbres, sus tradiciones, sus esperanzas; hay naturalezas humanas muy incompatibles, pero ¿por qué se preocupa tanto por eso? No hay en verdad ninguna relación entre nosotros que la obligue a soportarme. Debería decidirse a considerarme un perfecto desconocido, lo que en realidad soy, teniendo en cuenta que semejante decisión no me molestaría, más bien se la agradecería mucho, sólo debería decidirse a olvidar mi existencia, una existencia que nunca quise obligarla a soportar, y jamás querré; y evidentemente, todos sus tormentos terminarían. Hago total abstracción de mis sentimientos y no tengo en cuenta que su actitud también es para mí, naturalmente, muy dolorosa, y no lo tengo en cuenta porque reconozco perfectamente que mis molestias no son nada al lado de sus sufrimientos. De todos modos, siempre he sabido que esos sufrimientos no son causados por el afecto; no le interesa en absoluto mejorarme, y además todo lo que en mí le desagrada es justamente lo que menos puede impedirme mejorar. Pero tampoco le importa que yo progrese, solamente le importan sus intereses personales, que consisten en vengarse de los sufrimientos que le provoco, e impedir los sufrimientos con que pueda volver a amenazarla. Ya una vez intenté indicarle la mejor manera de poner fin a este resentimiento perpetuo, pero sólo logré suscitar en ella tal arrebato de furor, que nunca más repetiré esa tentativa.
Además, esto representa para mí, si así puedo decirlo, cierta responsabilidad, porque por menos intimidad que haya entre la mujercita y yo, y por más evidente que sea que la única relación existente es la irritación que le produzco, o más bien la irritación que ella permite que yo le produzca, no por eso puedo sentirme indiferente ante los visibles perjuicios físicos que le produce. De vez en cuando, y estos últimos tiempos más a menudo, me llegan informes de que esa mañana amaneció pálida, insomne, con dolor de cabeza y casi incapacitada para el trabajo; esto hace que sus familiares se pregunten perplejos cuál será el origen de esos estados, y hasta ahora no lo han descubierto. Sólo yo lo sé, es la antigua y siempre renovada irritación. Claro que no comparto totalmente las preocupaciones de sus familiares; ella es fuerte y resistente; quien puede enojarse hasta ese punto, puede con seguridad también pasar por alto las consecuencias del enojo; hasta tengo la sospecha de que ella -por lo menos a veces- simula sufrimientos para dirigir hacia mí las sospechas de la gente. Es demasiado orgullosa para decir abiertamente cómo sufre por culpa de mi simple existencia; recurrir a los demás contra mí le parecería rebajarse a sí misma; sólo la repugnancia, una incesante repugnancia que no deja de impelerla, consigue que se ocupe de mí; discutir abiertamente algo tan impuro le parecería demasiada vergüenza. Pero también es demasiado para ella callar constantemente algo que la oprime sin cesar. Por eso prefiere, con astucia femenina, un término medio: callar, y sólo mediante las apariencias exteriores de un sufrimiento oculto, llamar la atención pública sobre el asunto. Tal vez espere, posiblemente, que en cuanto la atención pública fije en mí todas sus miradas, se concrete un rencor general y público, y con todos sus vastos poderes éste consiga condenarme definitivamente, con mucho más vigor y rapidez que sus relativamente débiles rencores privados, entonces se retiraría de la escena, respiraría con alivio y me volvería la espalda. Ahora bien, si estas son realmente sus esperanzas, se engaña. La opinión pública no la sustituirá en su papel; la opinión pública nunca encontraría en mí tantos motivos de reproche, aunque me estudiara a través de su lupa de mayor aumento. No soy un hombre tan inútil como ella cree; no quiero exagerar mis méritos, y mucho menos cuando se trata de este asunto; pero si no llamo la atención por mis condiciones extraordinarias, tampoco la llamo por mi falta de condiciones; sólo para ella, para sus ojos llameantes y casi lívidos de ira, soy así; no podrá convencer a nadie más. Por lo tanto, ¿puedo sentirme por completo tranquilo en lo que a esto respecta? No, tampoco; porque cuando sea realmente de conocimiento público que mi comportamiento está provocando positivamente su enfermedad, y algún observador, por ejemplo mis más activos informadores, estén a punto de advertirlo, o por lo menos adopten la actitud de advertirlo, y la gente venga a preguntarme por qué hago sufrir a esta pobre mujercita con mis acciones incorregibles, o si tengo la intención de llevarla a la tumba, y cuándo llegará el momento de mostrarme más sensato y de demostrar suficiente compasión para poner fin a todo eso; cuando la gente me haga esta pregunta, me costará bastante responder. ¿Confesaré francamente que no creo en sus síntomas de enfermedad, lo que producirá la desagradable impresión de que para librarme de mi culpa culpo a otro, y justamente de una manera tan poco galante? ¿Y cómo podría decir abiertamente que yo, aun cuando creyera que ella está realmente enferma, no siento un poco de compasión, que la mujer en cuestión es para mí una perfecta desconocida, y que la relación que existe entre nosotros es pura invención de su parte y totalmente inexistente? No digo que no me creerían; más bien ni una cosa ni la otra; no se tomarían el trabajo de dudar; simplemente, se tomaría nota de la respuesta relativa a una mujer débil y enferma, y esto no me haría mucho honor. Tanto con ésta como con cualquier otra respuesta, chocaría inevitablemente con la incapacidad de la gente de impedir, en un caso como éste, la sospecha de una relación amorosa, aunque es más evidente que la luz del día que semejante relación no existe, y que si existiera, se originaría más bien en mí y no en ella, ya que realmente yo sería muy capaz de admirar en esta mujercita la potente rapidez de sus juicios y la infatigabilidad de sus conclusiones, cuando esas mismas cualidades no estuvieran al servicio constante de mi tormento. Pero en todo caso, ella no muestra el menor deseo de llegar a una relación amistosa; en eso es honrada y veraz; en eso reside mi última esperanza; sería imposible que la conveniencia de su plan de campaña la llevara a hacerme creer en una relación de ese tipo, olvidándose de sí misma hasta el punto de cometer una acción semejante. Pero la opinión pública, absolutamente incapaz de sutilezas, seguirá siempre pensando lo mismo en este sentido, y siempre se decidirá en mi contra.
Por lo tanto, lo único que me resta es cambiar a tiempo, antes que intervengan los demás, lo suficiente no para anular el rencor de la mujercita, que es inconcebible, sino por lo menos para dulcificarlo. Y en efecto, muchas veces me he preguntado si me agrada tanto mi estado actual que ya no quiero modificarlo, y si no sería posible provocar en mí algunos cambios, no porque me parecieran necesarios, sino simplemente para calmar a la mujercita. Y he tratado honradamente de hacerlo, no sin fatigas ni problemas; hasta me hacía bien, casi me divertía; logré ciertas modificaciones visibles desde muy lejos, no necesitaba llamar la atención de la mujercita sobre ellas, ya que se da cuenta de esas cosas antes que yo, puede percibir por la expresión de mi cara las intenciones de mi mente; pero no logré ningún éxito. ¿Cómo hubiera podido lograrlo? Su disconformidad conmigo es, como bien lo comprendo ahora, fundamental; nada puede hacerla desaparecer, ni siquiera mi propia desaparición; su furor ante la noticia de mi suicidio sería posiblemente inmenso.
Ahora bien, no puedo imaginarme que ella, una mujer tan aguda, no comprenda todo esto tan bien como yo, no comprenda tanto la inutilidad de sus esfuerzos como mi propia inocencia, mi incapacidad (a pesar de la mejor voluntad del mundo) de conformarme a sus requisitos. Seguramente lo comprende, pero como es de naturaleza combativa, lo olvida en el apasionamiento del combate, y mi desdichada manera de ser, que no puedo imaginar diferente porque me pertenece de nacimiento, consiste justamente en susurrar suaves consejos a quien está enfurecido. De este modo, naturalmente, no llegaremos jamás a entendernos. Día tras día saldré de la casa con mi habitual alegría matutina, para encontrarme con ese rostro amargado, con la curva desdeñosa de esos labios, la mirada investigadora (y ya antes de investigar, segura de lo que encontrará) que me explora y a la que nada escapa, sea cual sea su brevedad, la sonrisa sarcástica que abre surcos en sus mejillas adolescentes, la mirada lastimera elevada hacia el cielo, las manos que se plantan en las caderas, para reunir más aplomo, y luego, el temblor y la palidez de la ira al estallar.
No hace mucho -y por primera vez, como advertí asombrado entonces- mencioné algo de este asunto a un buen amigo mío, sólo de pasada, sin darle importancia; con sólo dos palabras le hice un rápido resumen de la situación; tan poca cosa me parece cuando la contemplo desde afuera, que hasta llegué a reducir un poco sus proporciones. Inesperadamente, mi amigo no se desinteresó de la cuestión, sino que por cuenta propia le dio más importancia que yo, no quería cambiar de tema, e insistía en discutirlo. Más inesperado aún fue que él, a pesar de todo, subestimara el problema en uno de sus aspectos más importantes, porque me aconsejó seriamente que me alejara por un tiempo, que viajara. Ningún consejo podría ser más incomprensible; la situación es bastante clara, cualquiera que la estudie de cerca puede llegar a comprenderla perfectamente, pero no es sin embargo tan simple que una simple partida la solucione del todo, o por lo menos en una parte. Nada de eso, tengo que cuidarme mucho de no alejarme; porque si me decido a seguir algún plan, éste debe consistir esencialmente en mantener el asunto dentro de los reducidos límites que hasta ahora ha tenido, no dejar penetrar en él al mundo exterior, o sea quedarme tranquilo donde estoy, y no permitir que el asunto ocasione ningún cambio considerable e importante, lo que significa no hablar con nadie de la cuestión; pero todo esto no porque se trate de un peligroso misterio, sino porque es una cuestión desdeñable, puramente personal, y como tal indigna de tanta atención; y porque no debe dejar de serlo. Por eso las observaciones de mi amigo no fueron totalmente inútiles; no me revelaron nada nuevo, pero fortificaron mi primitiva resolución.
En efecto, si se lo considera atentamente, las modificaciones que con el correr del tiempo parece haber sufrido este asunto, no son modificaciones del tema en sí, sino tan sólo un desarrollo de mi actitud ante él, una indicación de que esta actitud se ha vuelto por una parte más tranquila, más viril, más cerca del fondo de la cuestión, y por otra parte, bajo la incesante influencia de estos continuos sobresaltos, por insignificantes que parezcan, ha provocado cierta alteración de mis nervios.
Este asunto me preocupa menos que antes, porque comienzo a creer que comprendo que por más cerca que hayamos creído encontrarnos de una crisis decisiva, es muy poco probable que ésta ocurra; se está predispuesto a calcular con demasiado apresuramiento, en especial cuando se es joven, la rapidez con que se producen las crisis decisivas; cada vez que mi pequeño juez femenino, debilitado por culpa de mi mera presencia, se dejaba caer de costado en una silla sosteniéndose con una mano sobre el respaldo, y aflojándose los lazos del corpiño con la otra, mientras lágrimas de furor y desesperación corrían por sus mejillas, yo creía que el instante de la crisis había llegado, y que de un momento a otro me vería obligado a dar explicaciones. Pero nada de momento decisivo, nada de explicaciones, las mujeres se desvanecen con facilidad, la gente ni tiene tiempo de ocuparse de sus manías. ¿Y qué sucedió realmente durante todos estos años? Muy simple: estas situaciones se repitieron, a veces más violentamente, a veces menos, y que en consecuencia su suma total ha aumentado. Y la gente acecha en torno, deseosa de intervenir, si pudieran descubrir una oportunidad que se lo permitiera; pero no encuentran ninguna, hasta ahora se han visto obligados a reducirse a lo que podían olfatear en el ambiente, y bastante había como para mantenerlos ampliamente ocupados, pero allí terminaba todo. Pero siempre ha sido fundamentalmente así, siempre existieron esos inútiles espectadores y esos olfateadores, que excusaban su presencia con pretextos ingeniosos, con preferencia de parentesco, siempre espiando, siempre olfateando toda clase de pistas, pero la consecuencia de todo esto es simplemente que allí están todavía. La única diferencia consiste en que poco a poco he llegado a conocerlos, y a distinguir sus caras; en otros tiempos, yo creía que acudían paulatinamente de todas partes, que las repercusiones del asunto aumentaban y provocarían por sí solas la crisis definitiva; hoy creo saber que todos ésos estaban aquí desde mucho antes, y que la crisis definitiva poco o nada tiene que ver con ellos. Y esa crisis ¿por qué la dignifico con un nombre tan pomposo? Suponiendo que algún día -que no será seguro mañana ni pasado mañana ni probablemente nunca- ocurriera que la opinión pública se interesara en este asunto, lo que insisto en repetir, no le compete, no saldré seguramente indemne de dicho proceso, pero también es indudable que tendrán en consideración el hecho de que la opinión pública no le desconoce totalmente, y que hasta ahora siempre he vivido a la plena luz, confiado y digno de confianza, y que esta insignificante y desdichada mujercita, recién llegada a mi vida, a quien, hago notar de paso, otro hombre habría considerado hace mucho como insignificante y, sin llamar en lo más mínimo la atención de la opinión pública, la habría aplastado bajo sus pies; esta mujer, en el peor de los casos, sólo podría agregar un odioso adorno al diploma que desde hace tiempo me certifica ante la opinión pública como miembro respetable de la sociedad. Así están actualmente las cosas, de modo que no tengo muchos motivos de preocupación.
El hecho de que con los años yo haya llegado a sentirme un poco inquieto no tiene nada que ver en realidad con el significado esencial del asunto; es simple: es insoportable ser el constante motivo de ira de otra persona, aun cuando se sabe perfectamente que esa ira es infundada; uno se siente inquieto, se empieza, de una manera puramente física, a eludir las crisis decisivas, aun cuando honradamente no crea demasiado en su posibilidad. Además, esto representa en cierta forma un síntoma de envejecimiento; la juventud lo mejora todo; las características desagradables se pierden en la fuente de vigor inagotable de la juventud; si una persona tiene mirada astuta cuando es joven no se considera un defecto, ni siquiera se advierte, ni siquiera él mismo lo advierte; pero lo que perdura en la vejez son restos, todo es necesario, nada se renueva, todo está expuesto a examen, y la mirada astuta de un hombre que envejece es francamente una mirada astuta, y no es difícil reconocerla. Sólo que tampoco en este caso constituye un empeoramiento real de su condición.
Por lo tanto, de cualquier ángulo que se lo considere resulta evidente, y a esa evidencia me atengo, que si consigo mantener este pequeño asunto bajo control, aun sin esforzarme, todavía podré seguir viviendo durante mucho tiempo la vida que hasta ahora he vivido, imperturbado por el mundo, a pesar de todos los arrebatos de esta mujer.
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Wednesday, August 27, 2014
Algo acá ahora
Pensando acá y ahora,
puedo sentir que algo pasa.
Pasa y se ahoga.
Pasa y sigue de largo.
No se detiene a mirar
que es lo que pasa.
Algo es así
y bien lo sabe.
Ahogado y presuroso,
entra al bar.
Todo le resulta extraño.
El ambiente del lugar
que lo cobijó durante tanto tiempo
Es algo acá y ahora.
puedo sentir que algo pasa.
Pasa y se ahoga.
Pasa y sigue de largo.
No se detiene a mirar
que es lo que pasa.
Algo es así
y bien lo sabe.
Ahogado y presuroso,
entra al bar.
Todo le resulta extraño.
El ambiente del lugar
que lo cobijó durante tanto tiempo
Es algo acá y ahora.
Solo eso
Convertir la pasión
en un haz de luz.
Dejarlo penetrar cálido
por la pequeña hendija
de la coraza aquella
que protege de todo mal
tu corazón ante mis ojos.
J.M.
Imágen del deseo
Letras que emergen desde la Nada.
Palabras que abandonan el caos.
Ideas que dejan para siempre
la placenta cálida del deseo
y son deseo viviente
mas allá de la intensión
y del propio deseo.
Una imagen hermosa
con todo y cielo estrellado
enmarca esta mañana
de sol abrazador-abrasador
- alienante candente -
a fuerza de las ideas
del deseo y entonces
Todo es posible.
Palabras que abandonan el caos.
Ideas que dejan para siempre
la placenta cálida del deseo
y son deseo viviente
mas allá de la intensión
y del propio deseo.
Una imagen hermosa
con todo y cielo estrellado
enmarca esta mañana
de sol abrazador-abrasador
- alienante candente -
a fuerza de las ideas
del deseo y entonces
Todo es posible.
Umana
A propósito del desvelo del alma.
Tan inmunda como humana.
Umana
Esa que emana hedores pestilentes.
Que solo sirve para ocultar hipocresías,
falsedades, borrascas de lo que no existe,
pero se impone como agria verdad.
Y la aborresco.
Puta alma umana.
Prefiero el desvelo sigiloso de la serpiente,
que al menos tiene un noble fin.
Tan inmunda como humana.
Umana
Esa que emana hedores pestilentes.
Que solo sirve para ocultar hipocresías,
falsedades, borrascas de lo que no existe,
pero se impone como agria verdad.
Y la aborresco.
Puta alma umana.
Prefiero el desvelo sigiloso de la serpiente,
que al menos tiene un noble fin.
Monday, July 28, 2014
Sunday, February 9, 2014
Cineteca Universal: La Mujer De La Arena (Suna No Onna) - Hiroshi Tesh...
Cineteca Universal: La Mujer De La Arena (Suna No Onna) - Hiroshi Tesh...: Un entomólogo en busca de insectos en un desierto de arena se ve de repente atrapado cual insecto en una vivienda excavada en donde vive u...
Friday, February 7, 2014
Tuesday, February 4, 2014
Festival LolaPeluda en El Emergente 2 - 2 - 2014
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